jueves, 19 de septiembre de 2013

CUANDO MIRO A LOS OJOS DE UN PERRO.






Mi querida mami, el otro día, indignada por mi absoluta indiferencia hacia el nuevo perro de la casa, me dijo; “tanto que se supone que amas a la naturaleza y a “Edi” ni lo miras”.

Sí, mis queridos y probablemente examigos y examigas, cuando veo a un perro, un gato o cualquier tipo de mascota en una casa me molesta, me  lastima y me produce un profundo desprecio hacia sus desalentadoras existencias.  Ellos no tienen la culpa pero me dan repelús. Sí, ese idiota que únicamente vive pendiente de que le des de comer, buscando tu aprobación permanentemente, sin discutirte nada, fiel a su miseria, no me gusta y no tiene nada que ver con la naturaleza, sino con el capricho, el consumismo, y las numerosas patologías emocionales propias de un confuso sentimiento de amor por la naturaleza.  

Cuando miro a los ojos de esos animales no veo lo que en los cientos que he filmado y estudiado, no veo a un ser libre sino a un individuo condenado a la humanización, desvestido de su ser primigenio, de su salvaje naturaleza, de su independencia vital, sometido a tener que pasar la vida escuchando una voz aguda y estúpidamente melosa explicándoles cosas, dialogando con ellos en una sospechosa esquizofrenia. Al menos, la humillación es mutua cuando el amo se agacha a recogerle sus mierdas calentorras. Desde niño he soñado con ser un animal, pero mucho me he cuidado de escoger un perro.

En España se estima que existen 5 millones de perros, el 49,3% de los hogares españoles tienen uno o varios. En EEUU hay unos 90 millones. En Europa hay 85 millones de gatos y 74 millones de perros; 43 de aves; 31 de pequeños mamíferos. Sí, nos hemos apartado de la naturaleza y la queremos en casa, en el sofá.

Nada más y nada menos que 650 millones de euros se gastaron los españoles en crisis el año pasado para la comida de perros y gatos, y para los imprescindibles “complementos” otros 300 milloncetes. ¿Qué les pasa? Con una pequeña fracción de ese dinero podríamos desarrollar planes con los que los que conservaríamos millones de especies animales en lugar de dos.

Por otro lado, en mis viajes a países “poco desarrollados” es donde tengo la suerte de volver a observar perros callejeros, perros silvestres que habitan un ecosistema de hormigón y asfalto complejo y peligroso. También disfruto de los llamados “perros de rancho”; esos de colores beig; de pelajes de tlacuache;  de delgadez perfecta. Esos perros que no entran a las casas, que se buscan la vida con inteligencia y estrategias magistrales, que no reciben órdenes porque saben perfectamente qué hacer. Esos que no mueven la cola cuando te acercas porque nos les gustan los extraños. Esos que actúan en manadas que se unen o se disgregan dependiendo de las condiciones ambientales. Esos animales libres, que desde el más patético sentido antropocéntrico se atreven a calificar de “abandonados”, ¿abandonados? Por Dios, ¿no tener dueño es tan degradante? No, queridas, son libres, como muchos no se atreven a ser, libres de vivir y morir hoy, y sobre todo, a ellos sí los amo porque son libres, libres sobre todo de ustedes.

                                                            El antídoto de la lujuria