Mi querida mami, el otro día, indignada por mi absoluta
indiferencia hacia el nuevo perro de la casa, me dijo; “tanto que se supone que
amas a la naturaleza y a “Edi” ni lo miras”.
Sí, mis queridos y probablemente examigos y examigas, cuando
veo a un perro, un gato o cualquier tipo de mascota en una casa me molesta, me lastima
y me produce un profundo desprecio hacia sus desalentadoras existencias. Ellos no tienen la culpa pero me dan repelús. Sí,
ese idiota que únicamente vive pendiente de que le des de comer, buscando tu
aprobación permanentemente, sin discutirte nada, fiel a su miseria, no me gusta
y no tiene nada que ver con la naturaleza, sino con el capricho, el consumismo,
y las numerosas patologías emocionales propias de un confuso sentimiento de amor
por la naturaleza.
Cuando miro a los ojos de esos animales no veo lo que en los
cientos que he filmado y estudiado, no veo a un ser libre sino a un individuo
condenado a la humanización, desvestido de su ser primigenio, de su salvaje
naturaleza, de su independencia vital, sometido a tener que pasar la vida
escuchando una voz aguda y estúpidamente melosa explicándoles cosas, dialogando
con ellos en una sospechosa esquizofrenia. Al menos, la humillación es mutua cuando el amo se agacha a recogerle sus mierdas calentorras. Desde niño he soñado con ser un
animal, pero mucho me he cuidado de escoger un perro.
En España se estima que existen 5 millones de perros, el
49,3% de los hogares españoles tienen uno o varios. En EEUU hay unos 90
millones. En Europa hay 85 millones de gatos y 74 millones de perros; 43 de
aves; 31 de pequeños mamíferos. Sí, nos hemos apartado de la naturaleza y la
queremos en casa, en el sofá.
Nada más y nada menos que 650 millones de euros se gastaron
los españoles en crisis el año pasado para la comida de perros y gatos, y para
los imprescindibles “complementos” otros 300 milloncetes. ¿Qué les pasa? Con una
pequeña fracción de ese dinero podríamos desarrollar planes con los que los que conservaríamos millones de especies animales en lugar de dos.
Por otro lado, en mis viajes a países “poco desarrollados” es
donde tengo la suerte de volver a observar perros callejeros, perros silvestres
que habitan un ecosistema de hormigón y asfalto complejo y peligroso. También disfruto
de los llamados “perros de rancho”; esos de colores beig; de pelajes de
tlacuache; de delgadez perfecta. Esos
perros que no entran a las casas, que se buscan la vida con inteligencia y
estrategias magistrales, que no reciben órdenes porque saben perfectamente qué
hacer. Esos que no mueven la cola cuando te acercas porque nos les gustan los
extraños. Esos que actúan en manadas que se unen o se disgregan dependiendo de
las condiciones ambientales. Esos animales libres, que desde el más patético
sentido antropocéntrico se atreven a calificar de “abandonados”, ¿abandonados? Por
Dios, ¿no tener dueño es tan degradante? No, queridas, son libres, como muchos
no se atreven a ser, libres de vivir y morir hoy, y sobre todo, a ellos sí los
amo porque son libres, libres sobre todo de ustedes.