viernes, 19 de agosto de 2011

ÁNGELES Y PRIMATES (Relatos bastante breves VI)

DESPERTARES

Puntualmente, el golpeteo compulsivo de las llaves de mi tío nos sacaba de las sábanas mojadas por el insufrible calor ceutí. Mi madre nos enviaba a mi hermana y a mí a pasar el mes de agosto a “la casa de la abuela”, en la que también vivía mi abuelo y mi tío pero que por razones evolutivas que no vienen al caso explicar se llamaba “la casa de mi abuela”.

Mi tío tenía el título de farmacéutico, una profesión precisa para la cuidad. No ejercía porque algo en su cabeza no andaba del todo bien, pero a su nombre se levantó un pequeño imperio de boticas en ambos lados de la frontera.

Él me detestaba ya que para superar el estío mi distracción favorita era putearle a él y a su perrillo mimado, del cual por mucho que intento no recuerdo su nombre.

Como todo neurótico, ese término lo conocí de mayor, su comportamiento era predecible como el de un escarabajo en una caja de zapatos. Se levantaba a las ocho, salía al patio a escoger de entre los nueve perros a su único preferido y se ponía a probar todas las luces de la casa, click, click, click, click, click, click, click, click, click, nueve exactas y desquiciantes repeticiones por cada una de las estancias de la casa. A mi hermana y a mí nos daba una risa enloquecida y le perseguíamos conscientes de que en ese estado de trance el mundo se reducía para él a su dedo y la mágia de la luz. Una vez comprobado el sólido funcionamiento de la iluminación artificial llegaba el turno a las persianas. Las bajaba y las subía como si el efecto polea le transportase hasta el renacimiento. Arriba, abajo, arriba, abajo, no completamente, en este caso era espontáneo e impredecible, podían ser seis, nueve o veintidós las tozudas operaciones. Entre tanto, el perro-rata a su vera nos miraba sabiendo que en ese momento era intocable.

Desconfiaba de la hermeticidad de las puertas de modo que una vez cerraba, con sus largas manos de Nosferatu, la empujaba desde lo alto que diesen sus brazos hasta los hombros, contundente y escrupuloso, a veces por minutos.

Sentarse con él a comer era de lo más divertido. Otra de sus manías era la de estar quitándose las migas de los brazos. Desde la muñeca hasta el codo como un chimpancé repetía cada pocos segundos la estereotipia, siempre hacia abajo. Yo como un cabroncete le tiraba más y más migas a la zona de conflicto, al menos que el esfuerzo le sirviese para algo.

Después llegaba su rutina más perseverante. La casa tenía un largo pasillo de al menos veinte metros, sobre el suelo, sin importar la estación del año, unas sempiternas alfombras persas donde se observaba el enajenado surco de los pasos de mi tío, sólidos, contundentes, rasos, dañinos, su autopista hacia no sé dónde. Todo estaba lógicamente calculado, cada avance era sumado con los dedos de la mano izquierda pegada a su cadera, mientras con la derecha al compás de su arrastrada y erosiva marcha golpeaba las llaves dentro del bolsillo. Klin, klin, klin, kiln, kiln. Y así nos íbamos a jugar sobre las cinco y cuando regresábamos para la merienda él continuaba explorando el pasillo.

Mi hermana, que es mucho mejor persona que yo, se compadecía, y a veces en su juego favorito de “la periodista” le entrevistaba. – Señor, ¿cuál es su comida preferida? A lo que mi tío contestaba – ¡Parpados de vaca estofados al instante! Y la miraba con cara de loco, no con la suya sino la de otro loco.

Con el tiempo, ya él fallecido, cuando escucho el golpeteo de unas llaves tengo el pequeño vicio de lamerme la uña del dedo meñique.



Dedicado a Jeni.

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